El mismo día que llegué a Barcelona identifiqué un acto de libertad femenina, que de inmediato quise experimentar como propio. No sabía cuándo, ni cómo, ni dónde, y aunque de solo imaginarme haciéndolo lo sentía aterrador, me reté a intentarlo, aunque solo fuera durante cinco segundos. 

Me convencí de que cada día sentiría más confianza viendo a otras mujeres haciéndolo y que al final estaría tan adaptada en ese nuevo ambiente que seguir su ejemplo sería lo más natural.

Iban pasando los días y más lejos me sentía de lograrlo, ¡es increíble cómo pesa el sistema cultural y de creencias propias!, pero en el fondo sabía que sería capaz, puesto que ya había determinado que sería un pequeño acto de rebeldía, de liberación y por qué no, de reivindicación. 

No planeé el día, fue el miedo puro que se siente como un vacío en el estómago el que me avisó que de ese día en la playa no pasaba. El corazón se me iba a salir y yo solo pensaba cosas tan absurdas como: qué iba a decir la gente – que no me conoce ni le importa un carajo lo que yo hiciera-, si me iban a criticar, si debía o no hacerlo, qué dirían de la cicatriz que hasta ese día no me había importado, qué pasaría si alguien se quedaba mirando, qué sentiría mi esposo, si eran o no aceptables para ser expuestas de esa manera… y en un descuido me desamarré el top del vestido de baño. 

Mi estrategia para durar el tiempo necesario y poder decir con certeza que el topless fue una realidad ese día, fue eliminar mentalmente a todo el mundo que estuviera alrededor y aferrarme al libro que estaba leyendo. No sabía cómo sentarme ni cómo moverme, y tenía pánico de tener algún contacto visual con alguien. Se me ocurrió pedirle a mi esposo que me tomara esta foto, para ayudarme a recordar todo lo que sentí, pero sobre todo que lo había logrado. 

No voy a decir que fue una bobada, para mí no lo fue. Gracias Barcelona, gracias mujeres catalanas y gracias a mi. Me amo.